Drogas: Ahora El Viaje Es De Ida Y De Vuelta
Por Sergio Schneider
"A los pibes que están en eso les diría que bajen algún día, que aterricen, porque volás un rato; pero cuando te caés el golpe duele mucho". El que habla es César, quien hoy tiene 24 años y lleva tres sin drogarse. Lo suyo comenzó a los 15, y duró seis años que le arden en la memoria. "Creo que empecé porque me invitaban mucho. Probé, y volé", cuenta. Luego llegaron los robos para poder comprar sustancias, la cárcel, tocar fondo y salir a flote.
La historia de César se repite en miles de chaqueños, aunque las estadísticas sobre el tema flaquean en Argentina, y mucho más en una provincia acostumbrada a no saber —y a no querer saber— sobre nada que huela distinto de un mundo rosado.
Según datos de la Secretaría de Programación de la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), unos 280.000 argentinos de entre 16 y 65 años consumen marihuana, la droga que sigue al tope de las preferencias; aunque la estrella en ascenso sea el paco, pasta base de cocaína.
En el Chaco, el tema no aparece entre las prioridades de la acción gubernamental. No hay una secretaría que sea el equivalente provincial de la Sedronar, no hay un centro público de internación de adictos (recién ahora se construye una sede en La Eduvigis) y las acciones preventivas no lucen como intensas.
Esto, pese a que en 2005 se incautaron en la provincia 136,5 kilos de marihuana sumando procedimientos de la policía provincial y de Gendarmería, y a que la cifra ya fue de 807,8 kilos en lo que va de 2006. Es decir, un crecimiento del 591 por ciento, cuando todavía faltan siete meses para agotar el almanaque. Pese, también, a que la droga está relacionada de alguna manera con el 80 por ciento de los delitos que se cometen.
Pero, además, la estrategia oficial muestra una indiferencia sorprendente al bolseo, la adicción de los chicos de la miseria local, que hace que pueda verse en cualquier momento del día a criaturas de 8 años lanzando las narices a bolsas o botellas de plástico cargadas de pegamento con tolueno, que compran sin restricciones en negocios que hacen la diferencia destrozando cerebros apenas estrenados.
"La situación es difícil", admite el jefe de la División Operaciones del Departamento de Drogas Peligrosas de la Policía del Chaco, el comisario principal Guillermo Trangoni. El año pasado la unidad realizó 283 procedimientos relacionados con drogas, con 283 detenidos y secuestros por un total de 74,9 kilogramos de marihuana.
En lo que va de 2006, ya hubo 123 procedimientos, 31 allanamientos y 119 detenciones, con 311,4 kilos de marihuana secuestrados. "Más importante que la cantidad de kilos, es el hecho de que con las detenciones que practicamos logramos desbaratar varias organizaciones distribuidoras", afirma Trangoni.
El Chaco es una provincia vulnerable, aunque no un muy buen mercado. Las drogas duras (heroína, LSD, cocaína) son consumidas por un grupo muy reducido, con capacidad económica para pagarlas. Es también el ámbito menos penetrado por la inteligencia policial, porque el tráfico y el consumo están más disimulados y protegidos.
La permeabilidad de la provincia se refuerza por su proximidad fronteriza con Paraguay (fuente casi excluyente de la marihuana que ingresa al país), que lanza cargas por rutas, ríos y aire. Y desde Buenos Aires avanza el paco.
La pobreza provincial sí propaga la adicción barata al pegamento, los porros y alternativas domésticas como la del floripón, una planta cuya flor tiene un uso cada vez más extendido como alucinógeno. "Hasta nos enteramos de que hay gente que fuma telarañas", dice Ricardo José Digiuseppe, de la asociación Nueva Vida, creada por un grupo de padres, ocho años atrás.
Nueva Vida realiza reuniones semanales en la Parroquia San Javier. Por ellas pasaron desde 2003 unos 2.500 padres, y una cantidad similar de chicos. En la asociación, que tiene en trámite su personería jurídica, son conscientes de que la lucha es desigual: la oferta crece sin parar, para un mercado consumidor que también se infla.
"No hay zonas de Resistencia en las que se pueda decir que hay más drogas que en otras. Hay en todas partes, cada media cuadra", señala otro integrante del movimiento de padres.
Suena a exageración, pero también a realismo. El mismo César, cuando habla de sus años de adicción, recuerda que "conseguir la droga era de lo más simple, y ahora es mucho más fácil todavía, porque está en todos lados".
En el conurbano bonaerense, el fenómeno es el paco, o PBC (pasta base de cocaína). Es un desecho de la elaboración de cocaína, y por eso su precio es accesible. Un cigarrillo de PBC puede costar entre uno y dos pesos, según su nivel de impureza. Un informe elaborado por la Asociación Civil Intercambios para una ONG holandesa revela que en algunas zonas de la provincia de Buenos Aires ya hay hasta dos o tres vendedores de paco por cuadra.
Son simples vecinos que venden PBC como quien pone un pequeño quiosco para hacer unos pesos al día y así conseguirse el plato de comida de la jornada. En algunas casas se ven cartelitos que dicen: "Se vende". No se refieren a que tengan la vivienda en oferta. Los consumidores del barrio saben que ahí hay paco.
El PBC está hecho a la medida de mercados como el chaqueño, signados por el derrumbe económico. En esta provincia, dos de cada tres menores de 18 años son pobres. Sin embargo, el paco todavía no golpea con fuerza aquí. "Pero ya empieza a verse", reconoce Trangoni.
La ascensión rutilante del paco en el escenario argentino de las drogas tiene que ver también con una modificación importante de algunos esquemas preexistentes. En el país, tras la devaluación y algunos problemas de los narcos bolivianos y colombianos, comenzaron a crecer los laboratorios de cocaína.
Argentina comienza a ser un país productor, que por el abaratamiento de nuestra moneda va ganando el mercado interno y también exporta. Hay entonces mucho PBC disponible, que empieza a moverse desde Buenos Aires hacia las demás regiones. "No vamos a detener esto, va a ser cada vez peor", admitió el mes pasado un jefe de la Policía Federal al diario Página 12.
Lo que se hace también cada vez más nítido es una diferenciación en los riesgos, según el estrato social del consumidor. El adicto a las drogas duras tiene un nivel económico generalmente holgado, que le da acceso a un sistema de provisión poco detectable, a información calificada para reducir riesgos y —en última instancia— a servicios de salud de alta calidad que generalmente mantienen los códigos de silencio de toda la cadena.
El consumidor de paco, o el pibe que se bolsea, ni siquiera puede meterse entre cuatro paredes. Por eso es tan visible y vulnerable. También por eso los riesgos de colapso son mayores. Al cocainómano, o al consumidor de sustancias más caras, le está reservada una muerte decorosa, para algunos, casi admirable. Al chico de la villa, en cambio, sólo le cabe una muerte berreta, rápida, de lengua dura y babas, a cielo abierto.
Victoria Rangugni, licenciada en Trabajo Social y máster en Sociología del Derecho, coordinó el estudio de la Asociación Intercambios. En una entrevista publicada por Página 12, se le preguntó si el paco puede matar.
—Claro —contestó— el uso de muchas drogas mata, los psicofármacos también. Pero además matan la pobreza, las malas condiciones de vida en las que los usuarios están consumiendo pasta base. No sabemos bien de qué se mueren esos pibes que están muy mal antes de consumir pasta base. Probablemente el consumo de paco acelera un proceso de falta de salud, de no tener contacto durante años con el sistema sanitario. Esos chicos, si no se mueren de pasta base, se van a morir por el Rohipnol o de VIH. Las condiciones son tan precarias que la pasta los va a matar; pero los va a matar cualquier enfermedad.
—¿Cómo cree que reaccionará la clase media ante esto?
—Cuando el problema no se lo topa la clase media, es muy difícil instaurar una política de reducción de daños que implique que los chicos no se mueran. Mientras sean pobres los que consumen, se pueden seguir muriendo.
En el Chaco, de eso también parece tratarse la cosa.
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