Carlos Werlen: De La Tigra A Bs. As.
Produce un teatro que inquieta, moviliza y logra los aplausos de la crítica de todo el país. Quizás para Carlos Werlen esto es tocar el cielo con las manos, pero lo cierto es que el cielo siempre estuvo cerca en La Tigra, ciudad en la que vive desde hace décadas.La segunda versión de "El Número Es Másico", ahora protagonizada por Roger Grancic y Gustavo Duarte, tuvo una enorme repercusión en la reciente Fiesta Nacional de Teatro, realizada en Buenos Aires, donde cosechó tantos elogios como invitaciones.
Sin embargo, las luces de la ciudad siempre fueron ajenas a este realizador que nació en la pequeñísima localidad de Bauer y Sigel, Santa Fe. Su infancia y adolescencia, entre tambos y vacas, giró a los 22, cuando se casó y trasladó a Las Varillas, Córdoba.
Cuando su mujer, Cristina Antelo —tambaién parte de esta movida teatral—, se recibió de profesora y él terminó, de noche, la secundaria, el matrimonio se trasladó a nuestra provincia para ejercer la docencia. Primero unos meses en Los Frentones y luego en La Tigra, con escuela nueva y todo.
"Cuando llegamos, recordé a mi maestro de primaria, que tanto nos estimulaba con el teatro, y sentí que debía ocupar ese lugar, pero en un nivel educativo superior: la secundaria". Ese es el inicio de esta historia.
—¿Te sorprendió cómo fue vista la obra en Buenos Aires?
—Mucho. Yo viajo frecuentemente a Buenos Aires porque tengo parte de mi familia allá. Soy un gran consumidor de teatro off, under, toda esa corriente; y lo recorro. Uno siempre tiene la fantasía de que en Buenos Aires está lo mejor, o que se puede armar o trabajar desde la dirección, desde lo actoral, porque hay escuela, hay variantes, se puede recorrer, estar con uno y otro.
—¿Cómo nace El número es másico?
—Por un lado, por el interés sobre la dictadura; y, por otro, por mis dos hijos que son actores y querían hacer algo con el padre. En ese momento Danilo estaba ya en Buenos Aires haciendo la carrera de actor; en cambio, Julio estaba todavía acá haciendo la secundaria.
En septiembre de 2002, surge de un momento para otro la imagen de dos cuerpos arrojados al mar y desde ahí nació la obra. Parece que ese día se juntaron todas las piezas, lo que yo tenía como imagen y lo que venía almacenando en mi forma de sentir o pensar y en cada cosa que leía sobre el tema.
—¿Qué ganó y qué perdió esta nueva reposición?
—Esta nueva reposición ganó en situaciones bizarras, o en pinceladas guarras. Que se acercan más a mostrar las relaciones más finas de cada postulado: las del contexto político, social, o los padres. Ganó una frontalidad más fuerte con el desnudo. Es más descarnada y frontal; los desnudos no se cuidan, simplemente están desnudos.
En cambio, con mis hijos, se cuidaba más respecto de la luz, no eran tan directos. Si bien en esta propuesta se sigue manteniendo la cuarta pared, está planteado como que están en el fondo del río y que la gente puede observarlos a través de las aguas.
—¿Hay algún ejercicio que permite superar la inhibición? Porque la exposición de los actores es absoluta.
—Es total y absoluta. Creo que parte de cada uno. Les propuse hacer la obra. Uno de ellos la había visto y les dije que era desnudo. Y que si se iban a desnudar, lo mejor era tomar el toro por las astas; vamos al primer ensayo ya desnudos. Y así fue: era blanco o negro. Y ellos dijeron que les gustaría y lo hicimos.
—¿Qué sensación te da la gente que sale del teatro y dice: "No entendí nada"?
—A veces me pone mal y en seguida pienso que depende del grado de conocimiento que tenga el espectador. Así como me dicen no entendí nada; otros me dicen entendí todo … Y eso me gusta más. Si no, trato de revisar por qué no puedo entender y me digo que depende del contexto y del conocimiento que tenga. Y si son personas que uno conoce y sabés que están en el tema y son conocedores o tienen interés, me planteo qué hice mal.
—¿No te parece que, más allá de la competencia intelectual, falta educar al espectador para ver un nuevo tipo de teatro? Y sobre todo las vanguardias, que están buscando siempre una nueva manera de narrar.
—Sí. En general, a los espectadores que se sientan a ver el espectáculo les falta todo un aprendizaje, como sí cumplieron las vanguardias. Creo que todos los que intentamos innovar, poner cosas —no sé si originales o creativas—, vamos a mostrar algo a un espectador que todavía está en el aire.
Más allá de lo que uno quiere decir, yo parto de mí, de lo que tengo ganas de contar. Ahora, tengo que buscar la forma de contárselo a ese espectador, para que le llegue. Y si no entiende, o explicar luego si me pide. O bien reflexionar sobre qué cambiar, para que se entienda.
—¿Comenzaste a dirigir textos tuyos a partir de un momento o fuiste mechando con trabajos de otros dramaturgos?
—Desde el 93 escribí Juanita, la de la villa, para los chicos del secundario. Después, en el 94, El sol siempre está; y fui intercalando, hasta que llegó un momento, en 2002 en adelante, después de El número es másico, vino Vivir a cuerpo de rey, Amores blancos, La botella. Hace tres o cuatro años que me dedico a mis textos.
—¿Qué ventajas tenés al trabajar con textos tuyos?
—Algunos dicen que es bueno trabajar con los textos de otros, porque entonces se está obligado a respetar la visión del escritor; pero a otros escuché decir que es bueno tratar de poner tus propios textos, porque es una lucha muy fuerte que se puede entablar entre ese autor y ese director que confluyen en la misma persona.
—¿Qué te da y qué te quita La Tigra como lugar para hacer teatro?
—No puedo pensar en lo que me quita.
—¿Por qué no?
—Porque yo estoy en La Tigra, vivo en La Tigra y tengo una tarea que me permite vivir, que es la docencia. No puedo pensar que La Tigra me quita posibilidades. No quiero pecar de soberbio; pero no encuentro mucha diferencia entre hacer teatro en La Tigra y hacerlo en Resistencia.
—Bueno, pero, por ejemplo, acá tenés muchos más actores para elegir, el rango de estilos es mayor.
—Puede que tengas razón; pero yo planteo mis obras a partir de los actores que tengo. Padelín, a lo mejor, lo plantea a través de una escuela, donde echar mano y elegir. Yo, en cambio, me quedo con lo que hay en La Tigra, los convoco y listo. Hace algunos años tengo este grupo y me gusta trabajar con la complicidad del actor de muchos años. Creo que hay tiempo para desarrollar un montón de cosas.
No digo que no se agote, puede ser; pero entre nosotros prima más el ser amigos, conocernos como personas, el convivir todos los días juntos, el compartir historias de vida muy parecidas, en lo laboral. Hay gente con la que trabajamos juntos. Yo no puedo renegar de eso, me siento feliz. Me ha dado muchas satisfacciones.
—Si las grandes urbes son los grandes motores culturales, tu caso sería lo opuesto: producís un teatro de alta calidad en un medio muy reducido.
—Y tan despojado como la puesta de El número ...
—¿Pensás que sos la excepción de la regla?
—No. No me gusta pensarlo, tampoco. Me encantó que la vida me entregara esto, de tener la cuestión artística dentro, de que sea mi modo de vivir, aunque no económicamente, desde las ganas de hacer cosas.
Y, de pronto, cualquiera que tenga mis pretensiones y sienta esto de ser artista, lo puede lograr. Por ahí es cierto, deben confluir personas. Pero no es posible pensar, me niego, que las buenas personas con ganas de hacer algo se hayan juntado en La Tigra. No creo en eso.
—Pero sí creés que es posible romper el mito de la metrópolis.
—Seguro. Hay que tener ganas, impulso. Y creer en uno. Yo creo mucho en mí.
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